UNA NOCHEBUENA FELIZ LUEGO DE UN VERANO EN QUE EL VIENTO SE DETUVO.
Si mal no calculo fue en el verano de 1952/53. El final del invierno y la primavera habían venido muy secos.
MI padre estaba de mayordomo en la estancias “Las Chilcas”, partido de Dolores y nosotros íbamos en época de los recesos escolares, tanto invernales como de verano.
Recuerdo que llegamos a Santo Domingo los primeros días de diciembre. El calor se hacía sentir con todo. En el viaje hacia la estancia, el horizonte no se quedaba quieto, ondulaba distorsionando animales, árboles, el paisaje todo.
Detrás del breke en el que hacíamos el recorrido quedaban nubes de tierra suspendidas en el aire; por delante el camino parecía tener grandes charcos de agua a los que nunca llegábamos, pues a medida que nos acercábamos, se alejaban una y otra vez, son espejismos, nos explicaron, cuando hicimos mención a ellos.
Nuestro apuro por llegar hizo que el viaje nos pareciera interminable, pero finalmente, estábamos en la estancia.
La seca reinante había, de alguna manera, cambiado el panorama al que estábamos acostumbrados a ver otros veranos.
Los charcos de agua de las cunetas de los caminos que llegaban a la casa y que los patos y gansos usaban de bañadero y que tantas veces se habían convertido en mares y ríos para nuestros botes de juguete estaban secos y su fondo, cuarteado por el sol en cientos de pedacitos irregulares, semejaba a un gran rompecabezas de tierra.
En las primeras recorridas que hicimos con nuestras petisas nos dimos cuenta de lo tremendo que resultaba la falta de agua durante un tiempo prolongado.
El pasto amarillento y chamuscado; la hacienda flaca, con los ojos saltones y las lenguas afuera, recorrían el potrero buscando la sombra en algunos montecitos que traían un poco de alivio en semejante calor, algunas, echadas, parecían sin ganas de levantarse nunca.
Esa primera noche, en la cocina de los peones, adonde íbamos para escuchar los cuentos y disparates que se decían y que mucho nos divertían, notamos que el ambiente no era muy feliz. Las conversaciones versaban sobre la gran sequía reinante. Era un tema excluyente: que ya se había mandado hacienda afuera; que la poca que quedaba estaba sufriendo; que los bajos aparecían sin nada de agua; que el calor y la seca continuarían pues las noches eran sin mosquitos; que las vizcachas seguían en las cuevas viejas (estos animales cambian las cuevas a las lomas si el tiempo se anuncia llovedor), que la luna tiene los cuernitos hacia arriba y de ellos cuelga Dios el balde de la lluvia y otras cosas por el estilo, pero el temor, el temor más grande era que hacía una semana el viento se había detenido y los molinos no movían sus ruedas lo que hacía que los tanques australianos fueran vaciándose sin reponer el agua.
A la mañana siguiente mi padre dio la orden a los peones que cada uno de ellos eligiera de su tropilla solamente dos caballos, que usarían para recorrer, y que el resto debían ser soltados en el potrero grande, los elegidos se debían traer para el monte de la estancia, donde algo de pasto todavía quedaba además de haber un pozo de agua dulce muy profundo, que papá había hecho hacer para la huerta de donde la cocina se proveía de verduras y del que aún se podía sacar algo de agua.
El calor no mermaba ni a la noche y se hacía difícil hasta descansar.
Por la mañana veíamos salir los peones a recorrer los potreros y regresar comentando cuantos animales había cuereado cada uno. A los cueros, que en esta época aún tenían buen precio, los colgaban del alambrado más cercano y a la tarde salía un carrito que recorriendo los iba levantando. En el galpón la montaña de cueros crecía y crecía.
El sol parecía quemar todo. Cada día que pasaba parecía que era más grande. El cielo se veía de un azul celeste y muy limpio. De vez en cuando alguna nube lo cruzaba, pero iba achicándose poco a poco hasta que se evaporaba en el aire. Pero de viento: ¡ Ni noticias!
Así, si mal no recuerdo, pasaron las dos semanas primeras a nuestra llegada, finalmente la tarde anterior al día de Nochebuena se veían venir del este algunos nubarrones que se iniciaron como grandes polvaredas en el horizonte y que, poco a poco, fueron cubriendo todo el cielo y finalmente, luego de una pequeña pero estruendosa tormenta eléctrica, se descargó una lluvia torrencial que duró casi toda la noche.
A la madrugada cambió el viento al sudoeste, que se tornó más fuerte, más seco y más frío, llevándose las nubes nuevamente hacia el mar y también, haciendo correr, con una alegría poco disimulada, a algunos peones a los molinos para trabar un poco el giro de las ruedas que parecían querer volar por los aires.
Fue una Nochebuena con total alegría en la estancia, todo había vuelto a la normalidad. Recuerdo hasta el regalo que recibí, un tanque de guerra de color rojo, de chapa y hasta con cuerda.
Hace un tiempo atrás recordaba estos momentos vividos cuando leyendo a Hilario Ascasubi llegué a un párrafo que decía: “El Pampero tiene una influencia especialísima sobre los hijos del país, les aviva las potencias, les inspira alegría de ánimo y cierta energía de vida que no se puede describir”.
Si mal no calculo fue en el verano de 1952/53. El final del invierno y la primavera habían venido muy secos.
MI padre estaba de mayordomo en la estancias “Las Chilcas”, partido de Dolores y nosotros íbamos en época de los recesos escolares, tanto invernales como de verano.
Recuerdo que llegamos a Santo Domingo los primeros días de diciembre. El calor se hacía sentir con todo. En el viaje hacia la estancia, el horizonte no se quedaba quieto, ondulaba distorsionando animales, árboles, el paisaje todo.
Detrás del breke en el que hacíamos el recorrido quedaban nubes de tierra suspendidas en el aire; por delante el camino parecía tener grandes charcos de agua a los que nunca llegábamos, pues a medida que nos acercábamos, se alejaban una y otra vez, son espejismos, nos explicaron, cuando hicimos mención a ellos.
Nuestro apuro por llegar hizo que el viaje nos pareciera interminable, pero finalmente, estábamos en la estancia.
La seca reinante había, de alguna manera, cambiado el panorama al que estábamos acostumbrados a ver otros veranos.
Los charcos de agua de las cunetas de los caminos que llegaban a la casa y que los patos y gansos usaban de bañadero y que tantas veces se habían convertido en mares y ríos para nuestros botes de juguete estaban secos y su fondo, cuarteado por el sol en cientos de pedacitos irregulares, semejaba a un gran rompecabezas de tierra.
En las primeras recorridas que hicimos con nuestras petisas nos dimos cuenta de lo tremendo que resultaba la falta de agua durante un tiempo prolongado.
El pasto amarillento y chamuscado; la hacienda flaca, con los ojos saltones y las lenguas afuera, recorrían el potrero buscando la sombra en algunos montecitos que traían un poco de alivio en semejante calor, algunas, echadas, parecían sin ganas de levantarse nunca.
Esa primera noche, en la cocina de los peones, adonde íbamos para escuchar los cuentos y disparates que se decían y que mucho nos divertían, notamos que el ambiente no era muy feliz. Las conversaciones versaban sobre la gran sequía reinante. Era un tema excluyente: que ya se había mandado hacienda afuera; que la poca que quedaba estaba sufriendo; que los bajos aparecían sin nada de agua; que el calor y la seca continuarían pues las noches eran sin mosquitos; que las vizcachas seguían en las cuevas viejas (estos animales cambian las cuevas a las lomas si el tiempo se anuncia llovedor), que la luna tiene los cuernitos hacia arriba y de ellos cuelga Dios el balde de la lluvia y otras cosas por el estilo, pero el temor, el temor más grande era que hacía una semana el viento se había detenido y los molinos no movían sus ruedas lo que hacía que los tanques australianos fueran vaciándose sin reponer el agua.
A la mañana siguiente mi padre dio la orden a los peones que cada uno de ellos eligiera de su tropilla solamente dos caballos, que usarían para recorrer, y que el resto debían ser soltados en el potrero grande, los elegidos se debían traer para el monte de la estancia, donde algo de pasto todavía quedaba además de haber un pozo de agua dulce muy profundo, que papá había hecho hacer para la huerta de donde la cocina se proveía de verduras y del que aún se podía sacar algo de agua.
El calor no mermaba ni a la noche y se hacía difícil hasta descansar.
Por la mañana veíamos salir los peones a recorrer los potreros y regresar comentando cuantos animales había cuereado cada uno. A los cueros, que en esta época aún tenían buen precio, los colgaban del alambrado más cercano y a la tarde salía un carrito que recorriendo los iba levantando. En el galpón la montaña de cueros crecía y crecía.
El sol parecía quemar todo. Cada día que pasaba parecía que era más grande. El cielo se veía de un azul celeste y muy limpio. De vez en cuando alguna nube lo cruzaba, pero iba achicándose poco a poco hasta que se evaporaba en el aire. Pero de viento: ¡ Ni noticias!
Así, si mal no recuerdo, pasaron las dos semanas primeras a nuestra llegada, finalmente la tarde anterior al día de Nochebuena se veían venir del este algunos nubarrones que se iniciaron como grandes polvaredas en el horizonte y que, poco a poco, fueron cubriendo todo el cielo y finalmente, luego de una pequeña pero estruendosa tormenta eléctrica, se descargó una lluvia torrencial que duró casi toda la noche.
A la madrugada cambió el viento al sudoeste, que se tornó más fuerte, más seco y más frío, llevándose las nubes nuevamente hacia el mar y también, haciendo correr, con una alegría poco disimulada, a algunos peones a los molinos para trabar un poco el giro de las ruedas que parecían querer volar por los aires.
Fue una Nochebuena con total alegría en la estancia, todo había vuelto a la normalidad. Recuerdo hasta el regalo que recibí, un tanque de guerra de color rojo, de chapa y hasta con cuerda.
Hace un tiempo atrás recordaba estos momentos vividos cuando leyendo a Hilario Ascasubi llegué a un párrafo que decía: “El Pampero tiene una influencia especialísima sobre los hijos del país, les aviva las potencias, les inspira alegría de ánimo y cierta energía de vida que no se puede describir”.
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