EL CUENTO DEL BASILISCO.
Cuando en los recesos escolares íbamos con mi madre a las estancias en que mi padre era mayordomo, la cocina de peones ejercía sobre nosotros, los hermanos, un atractivo especial.
Allí al terminar las tareas se reunía la peonada para comentar lo pasado durante el día y más tarde conversar sobre sucedidos y otros temas mientras mateaban entre risas y exclamaciones esperando la hora que Sara, la cocinera, anunciara que la cena estaba lista.
Este ambiente mediría unos cinco por seis metros; en un extremo había además de una gigantesca cocina económica un gran fogón que semejaba a un escenario de teatro donde siempre encendidos había unos grandes troncos que mantenían caliente el agua de una gran pava, negra de recibir tanto humo, que colgaba del techo de una cadena con un gancho.
En uno de sus laterales tenía la puerta de madera de entrada y una ventana y en el otro lateral, dos ventanas más.
El cielorraso, de manojos de junco bien atados, estaba tan negro como la pava.
La cocina tenía un olor característico y que aun hoy recuerdo, era una mezcla del acre del humo, que en ocasiones y dependiendo del viento reinante, escapaba en borbotones del fogón con lo rancio de la grasa que se utilizaba para cocinar.
A la nochecita uno a uno iban llegando los peones para, luego de higienizarse en una bomba sapo que había en un costado en uno de los aleros de la cocina, “yerbear” un rato.
Cada uno de ellos traía en una mano una pavita de aluminio y en la otra su mate y bombilla y luego de cargar agua de la pava “madre” y llenar su mate de una gran yerbera de madera, que a nosotros se nos antojaba a un rancho con el techo a dos aguas, se sentaba ceremoniosamente en unos troncos o pequeños banquitos, cerca del fogón en el invierno y en el otro extremo o afuera, bajo el alero, en verano formándose poco a poco un círculo de personas deseosas de charla y jarana.
Ese era precisamente el momento que nosotros esperábamos para escuchar sus cuentos y comentarios.
Don Cáfaro, era un gaucho muy alto y calculo que andaría por los cincuenta años.
Siempre vestía de negro, con chambergo requintado con su correspondiente retranca y un pañuelo de golilla, grande, de seda muy blanco, atado al cuello. Lucía un fino bigote, siempre muy bien recortado, a la usanza de los cantores mejicanos de las películas.
Muy serio, por lo general callado, pero cuando hablaba se notaba en sus palabras y en su retórica el haber recibido algún tipo de educación. Su voz era grave, profunda y sabía hacer las pausas e inflexiones para mantener cautiva la atención de sus oyentes.
Hoy pienso que era algo estudiado y a propósito para, de alguna manera jugar con la simpleza de sus compañeros, pues siempre, o casi siempre guardaba su cuento o comentario para el final.
Una de esas noches la tertulia había versado sobre ánimas y aparecidos. Casi al final, don Cáfaro, que como era su costumbre se había mantenido callado, carraspeó fuertemente sabiendo de antemano el silencio que con esa actitud se produciría y haciendo una pausa dijo: - Caso serio, pero muy serio, es cuando se aparece el basilisco. Es un animalito que mata con solo mirarlo.
Y comenzó a contar varios casos de los que él mismo había sido testigo o que le habían contado de muy buena fuente.
Que tenía forma de viborita o de gusano con un solo ojo en su frente con el que miraba y dañaba a las personas.
Que les producía los síntomas de la epilepsia y que llevaba mucho tiempo curarlas.
Que las víctimas más buscadas por este animalito eran las mujeres... y los chicos.
Hacía de cuenta que el mundo se nos había caído encima. Sentíamos correr un sudor frío por nuestras espaldas y de alguna manera habíamos quedado petrificados en nuestros asientos. Para colmo siguió: - este bicho nace del último huevo que vacío pone una gallina vieja. Cuando se encuentra un huevo así hay que enterrarlo muy profundo, pisoteando fuertemente el lugar y con un palito o la punta del cuchillo hacer una cruz en la tierra.
De alguna manera, doña Sara, cortó el sortilegio al llamar a los peones a cenar, pero nosotros debíamos recorrer los cincuenta metros que había desde la cocina de los peones hasta la casa principal, solos y en total oscuridad.
Era una noche de verano, de esas verdaderamente cálida y pegajosa, en las que sopla el viento del este agitando las ramas de los árboles.
Caminamos temblando los primeros pasos. Parecía que cientos, que digo, miles de ojos nos miraban desde la oscuridad. No sé cual de nosotros fue, pero se escuchó un ¡Vamos! Y salimos corriendo de tal manera que en pocos segundos estábamos a salvo en la cocina de casa.
De más está decir que esa noche no pudimos dormir, cerrábamos los ojos y veíamos bichos, gusanos, lombrices y todo tipo de invertebrados. La mañana llegó sin que pegáramos un ojo.
Y... ¿De ir a juntar huevos? ¡Que ni se les ocurriera!
En la foto, los tres hermanos juntando huevos.
Cuando en los recesos escolares íbamos con mi madre a las estancias en que mi padre era mayordomo, la cocina de peones ejercía sobre nosotros, los hermanos, un atractivo especial.
Allí al terminar las tareas se reunía la peonada para comentar lo pasado durante el día y más tarde conversar sobre sucedidos y otros temas mientras mateaban entre risas y exclamaciones esperando la hora que Sara, la cocinera, anunciara que la cena estaba lista.
Este ambiente mediría unos cinco por seis metros; en un extremo había además de una gigantesca cocina económica un gran fogón que semejaba a un escenario de teatro donde siempre encendidos había unos grandes troncos que mantenían caliente el agua de una gran pava, negra de recibir tanto humo, que colgaba del techo de una cadena con un gancho.
En uno de sus laterales tenía la puerta de madera de entrada y una ventana y en el otro lateral, dos ventanas más.
El cielorraso, de manojos de junco bien atados, estaba tan negro como la pava.
La cocina tenía un olor característico y que aun hoy recuerdo, era una mezcla del acre del humo, que en ocasiones y dependiendo del viento reinante, escapaba en borbotones del fogón con lo rancio de la grasa que se utilizaba para cocinar.
A la nochecita uno a uno iban llegando los peones para, luego de higienizarse en una bomba sapo que había en un costado en uno de los aleros de la cocina, “yerbear” un rato.
Cada uno de ellos traía en una mano una pavita de aluminio y en la otra su mate y bombilla y luego de cargar agua de la pava “madre” y llenar su mate de una gran yerbera de madera, que a nosotros se nos antojaba a un rancho con el techo a dos aguas, se sentaba ceremoniosamente en unos troncos o pequeños banquitos, cerca del fogón en el invierno y en el otro extremo o afuera, bajo el alero, en verano formándose poco a poco un círculo de personas deseosas de charla y jarana.
Ese era precisamente el momento que nosotros esperábamos para escuchar sus cuentos y comentarios.
Don Cáfaro, era un gaucho muy alto y calculo que andaría por los cincuenta años.
Siempre vestía de negro, con chambergo requintado con su correspondiente retranca y un pañuelo de golilla, grande, de seda muy blanco, atado al cuello. Lucía un fino bigote, siempre muy bien recortado, a la usanza de los cantores mejicanos de las películas.
Muy serio, por lo general callado, pero cuando hablaba se notaba en sus palabras y en su retórica el haber recibido algún tipo de educación. Su voz era grave, profunda y sabía hacer las pausas e inflexiones para mantener cautiva la atención de sus oyentes.
Hoy pienso que era algo estudiado y a propósito para, de alguna manera jugar con la simpleza de sus compañeros, pues siempre, o casi siempre guardaba su cuento o comentario para el final.
Una de esas noches la tertulia había versado sobre ánimas y aparecidos. Casi al final, don Cáfaro, que como era su costumbre se había mantenido callado, carraspeó fuertemente sabiendo de antemano el silencio que con esa actitud se produciría y haciendo una pausa dijo: - Caso serio, pero muy serio, es cuando se aparece el basilisco. Es un animalito que mata con solo mirarlo.
Y comenzó a contar varios casos de los que él mismo había sido testigo o que le habían contado de muy buena fuente.
Que tenía forma de viborita o de gusano con un solo ojo en su frente con el que miraba y dañaba a las personas.
Que les producía los síntomas de la epilepsia y que llevaba mucho tiempo curarlas.
Que las víctimas más buscadas por este animalito eran las mujeres... y los chicos.
Hacía de cuenta que el mundo se nos había caído encima. Sentíamos correr un sudor frío por nuestras espaldas y de alguna manera habíamos quedado petrificados en nuestros asientos. Para colmo siguió: - este bicho nace del último huevo que vacío pone una gallina vieja. Cuando se encuentra un huevo así hay que enterrarlo muy profundo, pisoteando fuertemente el lugar y con un palito o la punta del cuchillo hacer una cruz en la tierra.
De alguna manera, doña Sara, cortó el sortilegio al llamar a los peones a cenar, pero nosotros debíamos recorrer los cincuenta metros que había desde la cocina de los peones hasta la casa principal, solos y en total oscuridad.
Era una noche de verano, de esas verdaderamente cálida y pegajosa, en las que sopla el viento del este agitando las ramas de los árboles.
Caminamos temblando los primeros pasos. Parecía que cientos, que digo, miles de ojos nos miraban desde la oscuridad. No sé cual de nosotros fue, pero se escuchó un ¡Vamos! Y salimos corriendo de tal manera que en pocos segundos estábamos a salvo en la cocina de casa.
De más está decir que esa noche no pudimos dormir, cerrábamos los ojos y veíamos bichos, gusanos, lombrices y todo tipo de invertebrados. La mañana llegó sin que pegáramos un ojo.
Y... ¿De ir a juntar huevos? ¡Que ni se les ocurriera!
En la foto, los tres hermanos juntando huevos.
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