viernes, 2 de noviembre de 2012

DON RAMON QUINTANA, UN MAESTRO GAUCHO.

DON RAMON QUINTANA, UN MAESTRO GAUCHO.

Ayer hablábamos con unos amigos, mates de por medio, de esas personas que uno a lo largo de su vida va conociendo y que dejan en nosotros, alguna huella que permanece inalterable en el tiempo.
Si somos realistas, la mayoría de estos recuerdos son con afecto, aunque también hay de los que, nos dejan un sabor amargo, pero que por ese poder increíble que tiene la mente del ser humano, a lo largo de los años, esa huella se va diluyendo y en algunos casos hasta desaparece.
Aquellos que cuentan más o menos mi edad, recordarán la revista Selecciones The Reader's Digest tenía una sección titulada “Mi Personaje Inolvidable”, donde la gente escribía contando las experiencias que en su vida habían dejado este tipo de personas. 
Hoy voy a contar sobre un gaucho que conocí, allá por los años 50, estando mi padre como encargado de la estancia Las Chilcas y que fue mi verdadero maestro en las cosas camperas.
Con mi madre y mis hermanos, que ya vivíamos en el pueblo a causa de una enfermedad de mi abuela materna, íbamos para las vacaciones de invierno y verano. Allí lo conocí.
Don Ramón Quintana era un gaucho de estatura más bien baja, sin llegar a ser petiso y de contextura robusta sin llegar a ser gordo. Andaba siempre de sombrero de los llamados “galerita”, de copa redonda y ala angosta, en el que siempre llevaba, en su cinta, un escarbadientes; su rostro redondo, quemado por el sol y los vientos, mostraba una barba ceniza de varios días (se afeitaba solo los domingos), pañuelo al cuello, camisas rayadas arremangadas, en invierno por debajo de las mangas aparecía la camiseta de frisa de mangas largas, faja de lana negra, ancha, bien ajustada “para asujetar los riñones”, decía; bombachas, por lo general batarazas y alpargatas, a las que aunque fuesen recién compradas se veía obligado a cortar con su cuchilla el elástico debido a la altura de sus empeines.
Calculo que andaría en ese entonces por los sesenta años de edad, pues me contaba que era un mozo cuando pasó el cometa Halley (1910), esa noche en que se comentaba que la cola del cometa chocaría con la tierra, él estaba de arreo y la noche se convirtió en día.- “yo me acosté en el recado, pensé en mi madre, recé como ella me había enseñado y me dormí tranquilamente, si amanecía, amanecía” - me contaba.
Como mi padre tenía referencias de él como una persona de bien, me permitía acompañarlo y yo en mi afán de aprender cosas del campo me le pegué como un abrojo.
Tenía un cuzco lanudo, gran ratonero y cazador de comadrejas. Dormía debajo de su catre metido en la gran palangana de aluminio que don Quintana usaba, luego de lavarla bien, para higienizarse. Lo había bautizado, con el perdón de los lectores, Sorete, pues decía que a su anterior perro, llamado Pastor, todo el mundo lo llamaba, volviéndolo loco y molestándolo, en cambio con este nombre, solamente él se atrevía a llamarlo. Chiste sin duda, pues don Quintana, respetuoso como era, nunca terminaba el nombre cuando lo llamaba con un silbido y el grito de: ¡Soret!..
Era costumbre de aquellas épocas permitir a la peonada tener en la estancia sus caballos. Don Quintana tenía siete animales. Tropilla de pelos variados, pero todas yeguas y por pares: dos picazas, dos bayas y dos alazanas, todas mestizas y más bien altos, como madrina, o mejor dicho padrino, tenía su animal más querido, un lobuno gordo y manso al que llamaba Lobo. Solía pasar ratos jugando con él. –“Cancheamos un rato”-, decía y así era, don Quintana, sacaba su cuchilla, a la que llamaba “la gateada” y le hacía unas fintas en el pecho del caballo hasta que éste con los dientes se lo arrebataba de las manos.
Raramente salía del perímetro de la estancia. Los domingos, día de franco para el personal, luego de higienizarse y afeitarse se dedicaba de lleno al cuidado de sus caballos a los que tusaba, desranillaba y desvasaba.
Al ser él bajo de estatura y sus caballos altos, para tusarlos usaba un banquito y me parece verlo, dedicado de lleno a esa tarea canturreando: “de donde mete, la chica del diecisiete, de dónde saca, pa´tanto como destaca”...
Generalmente lo hacía debajo de un ombú gigantesco que cerca del molino había y del que me decía: nunca pasés la noche debajo de un ombú, pues larga malos vientos y a la mañana no podrás más del dolor de cabeza.
Me levantaba temprano, pues el temor mío era que don Quintana se fuera al campo a recorrer sin llevarme. Pero me di cuenta, algunos días que me dormí, que este buen gaucho me había esperado poniendo excusas como que no había encontrado tal o cual prenda o alguna otra razón sin importancia. El asunto es que él me había adoptado de discípulo como yo lo había hecho con él como maestro.
Antes de subir a caballo cortaba unos manojos de pasto bien verde, de los que aún miran al sur que son los que tienen mayor rocío y se los ponía en los bolsillos traseros de la bombacha, conminándome a hacer lo mismo: pa´no pasparse, si estamos mucho tiempo en el recado, decía. 
Algo de ciclotímico había en su carácter, pues había días que no me paraba de hablar de las cosas del campo, el tiempo, el tipo de nubes que anunciaban tal o cual clima, como reconocer los puntos cardinales de día o de noche, que avisaban los animales con sus conductas, etc. Otros en cambio, se volvía silencioso, y pasábamos horas sin una sola palabra, no era mal genio, simplemente era el silencio de la observación.
Con él aprendí a hacer boleadoras en un hoyo en la tierra, del tamaño de un huevo, una letra e de alambre, plomo caliente y listo, aprendí a desvasar, a cuidar las sogas, a apoyar y ordeñar, a cuidar del caballo y a reconocer sus razas y variedad de pelajes, y a cuerear.
Recuerdo un día, vio una vaca muerta y me dijo: -vamos a cuerearla y a llevar el cuero a la estancia. Como me acababan de regalar un cuchillito de plata, del que aún conservo la vaina, me apresté para ayudarlo, me miró y sin decir nada dejó que fuera siguiendo sus pasos, al terminar, cuando estaba por envainar mi cuchillo me frenó con un ¡No! Y sacando del bolsillo posterior de la bombacha un trozo de papel que había arrancado de una bolsa de harina de la cocina a la pasada, me lo alcanzó diciendo: envolvé el cuchillo en este papel, ya lo vas a envainar cuando limpiés en las casas la hoja, es fácil limpiarla, la vaina no. Vos no sabes que murió este animal y al envenenar la vaina, siempre tendrás el cuchillo contaminado. Y agregó con una sonrisa pícara: -Y cuando salgas para el campo, siempre levantá un pedazo de papel, si no es para envolver el cuchillo, te puede servir para alguna otra necesidad que tengas que hacer entre los yuyos...
Pasaron algunos años, de los que voy a contar algunas de mis vivencias, y papá se fue a trabajar a otra estancia, jamás volví a saber nada de don Quintana, pero estoy seguro que en alguna nube estará subido a aquel banquito tusando sus caballos y cantando: de donde mete, la chica del diecisiete, de dónde saca pa´tanto como destaca...


En la foto, Don Quintana es el de la derecha en una de sus yeguas alazanas requemadas.
DON RAMON QUINTANA, UN MAESTRO GAUCHO.

Ayer hablábamos con unos amigos, mates de por medio, de esas personas que uno a lo largo de su vida va conociendo y que dejan en nosotros, alguna huella que permanece inalterable en el tiempo.
Si somos realistas, la mayoría de estos recuerdos son con afecto, aunque también hay de los que, nos dejan un sabor amargo, pero que por ese poder increíble que tiene la mente del ser humano, a lo largo de los años, esa huella se va diluyendo y en algunos casos hasta desaparece.
Aquellos que cuentan más o menos mi edad, recordarán la revista Selecciones The Reader's Digest tenía una sección titulada “Mi Personaje Inolvidable”, donde la gente escribía contando las experiencias que en su vida habían dejado este tipo de personas. 
Hoy voy a contar sobre un gaucho que conocí, allá por los años 50, estando mi padre como encargado de la estancia Las Chilcas y que fue mi verdadero maestro en las cosas camperas.
Con mi madre y mis hermanos, que ya vivíamos en el pueblo a causa de una enfermedad de mi abuela materna, íbamos para las vacaciones de invierno y verano. Allí lo conocí.
Don Ramón Quintana era un gaucho de estatura más bien baja, sin llegar a ser petiso y de contextura robusta sin llegar a ser gordo. Andaba siempre de sombrero de los llamados “galerita”, de copa redonda y ala angosta, en el que siempre llevaba, en su cinta,  un escarbadientes; su rostro redondo, quemado por el sol y los vientos,  mostraba una barba ceniza de varios días (se afeitaba solo los domingos), pañuelo al cuello, camisas rayadas arremangadas, en invierno por debajo de las mangas aparecía la camiseta de frisa de mangas largas, faja de lana negra, ancha, bien ajustada “para asujetar los riñones”, decía; bombachas, por lo general batarazas y alpargatas, a las que aunque fuesen recién compradas se veía obligado a cortar con su cuchilla el elástico debido a la altura de sus empeines.
Calculo que andaría en ese entonces por los sesenta años de edad, pues me contaba que era un mozo cuando pasó el cometa Halley (1910), esa noche en que se comentaba que la cola del cometa chocaría con la tierra, él estaba de arreo y la noche se convirtió en día.- “yo me acosté en el recado, pensé en mi madre, recé como ella me había enseñado y me dormí tranquilamente, si amanecía, amanecía” - me contaba.
Como mi padre tenía referencias de él como una persona de bien, me permitía acompañarlo y yo en mi afán de aprender cosas del campo me le pegué como un abrojo.
Tenía un cuzco lanudo, gran ratonero y cazador de comadrejas. Dormía  debajo  de  su catre  metido en  la gran  palangana  de aluminio que don Quintana usaba,  luego de lavarla bien,  para higienizarse. Lo había bautizado, con el perdón de los lectores, Sorete, pues decía que a su anterior perro, llamado Pastor, todo el mundo lo llamaba, volviéndolo  loco y  molestándolo, en cambio con este nombre, solamente él se atrevía a llamarlo. Chiste sin duda, pues don Quintana, respetuoso como era, nunca terminaba el nombre cuando lo llamaba con un silbido y el grito de: ¡Soret!..
Era costumbre de aquellas épocas permitir a la peonada tener en la estancia sus caballos. Don Quintana tenía siete animales. Tropilla de pelos variados, pero todas yeguas y por pares: dos picazas, dos bayas y dos alazanas, todas mestizas y más bien altos, como madrina, o mejor dicho padrino, tenía su animal más querido, un lobuno gordo y manso al que llamaba Lobo. Solía pasar ratos jugando con él. –“Cancheamos un rato”-, decía y así era, don Quintana, sacaba su cuchilla, a la que llamaba “la gateada” y le hacía unas fintas en el pecho del caballo hasta que éste con los dientes se lo arrebataba de las manos.
Raramente salía del perímetro de la estancia. Los domingos, día de franco para el personal, luego de higienizarse y afeitarse se dedicaba de lleno al cuidado de sus caballos a los que tusaba,  desranillaba y desvasaba.
Al ser él bajo de estatura y sus caballos altos, para tusarlos usaba un banquito y me parece verlo, dedicado de lleno a esa tarea canturreando: “de donde mete, la chica del diecisiete, de dónde saca, pa´tanto como destaca”...
Generalmente lo hacía debajo de un ombú gigantesco que cerca del  molino  había  y  del  que  me  decía: nunca pasés la noche debajo de un ombú, pues larga malos vientos y a la mañana no podrás más del dolor de cabeza.
Me levantaba temprano, pues el temor mío era que don Quintana se fuera al campo a recorrer sin llevarme. Pero me di cuenta, algunos días que me dormí, que este buen gaucho me había esperado poniendo excusas como que no había encontrado   tal  o   cual   prenda   o   alguna   otra    razón    sin importancia. El asunto es que él me había adoptado de discípulo como yo lo había hecho con él como maestro.
Antes de subir a caballo cortaba unos manojos de pasto bien verde, de los que aún miran al sur que son los que tienen mayor rocío y se los ponía en los bolsillos traseros de la bombacha, conminándome a hacer lo mismo: pa´no pasparse, si estamos mucho tiempo en el recado, decía. 
Algo de ciclotímico había en su carácter, pues había días que no me paraba de hablar de las cosas del campo, el tiempo, el tipo de nubes que anunciaban tal o cual clima, como reconocer los puntos cardinales de día o de noche, que avisaban los animales con sus conductas, etc. Otros en cambio, se volvía silencioso, y pasábamos horas sin una sola palabra, no era mal genio, simplemente era el silencio de la observación.
Con él aprendí a hacer boleadoras en un hoyo en la tierra, del tamaño de un huevo, una letra e de alambre, plomo caliente y listo, aprendí a desvasar, a cuidar las sogas, a apoyar y ordeñar, a cuidar del caballo y a reconocer sus razas y variedad de pelajes, y a cuerear.
 Recuerdo un día, vio una vaca muerta y me dijo: -vamos a cuerearla y a llevar el cuero a la estancia. Como me acababan de regalar un cuchillito de plata, del que aún conservo la vaina,  me apresté para ayudarlo, me miró y sin decir nada dejó que fuera siguiendo sus pasos, al terminar, cuando estaba por envainar mi cuchillo me frenó con un ¡No! Y sacando del bolsillo posterior de la bombacha un trozo de papel que había arrancado de  una  bolsa  de harina de la cocina a la pasada,  me lo alcanzó diciendo: envolvé el cuchillo en este papel, ya lo vas a envainar cuando limpiés en las casas la hoja, es fácil limpiarla, la vaina no. Vos no sabes que murió este animal y al envenenar la vaina, siempre tendrás el cuchillo contaminado. Y agregó con una sonrisa pícara: -Y cuando salgas para el campo,  siempre levantá un pedazo de papel,   si no es para envolver el cuchillo, te puede servir para alguna otra necesidad que tengas que hacer entre los yuyos...
Pasaron algunos años, de los que voy a contar algunas de mis vivencias, y papá se fue a trabajar a otra estancia, jamás volví a saber nada de don Quintana, pero estoy seguro que en alguna nube estará subido a aquel banquito tusando sus caballos y cantando: de donde mete, la chica del diecisiete, de dónde saca pa´tanto como destaca...


En la foto, Don Quintana es el de la derecha en una de sus yeguas alazanas requemadas.

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