CUANDO TODO ERA A TRACCION A SANGRE.
Hay veces que me pongo a pensar si uno realmente es viejo o lo que
ocurre es que los adelantos de la tecnología, cada vez más rápidos,
hacen que en lo que llevamos vivido hayamos alcanzado a ver cosas, que
cuando se las contamos a nuestros hijos y más aún, a nuestros nietos,
nos miran con una cara de asombro haciéndonos sentir como Matusalén.
Sin embargo, invito a quienes lean esto y hayan superado los 60,
recuerden como eran los pueblos y la vida que en ellos se llevaba.
Pero fundamentalmente, quiero referirme en esta oportunidad a lo que se
hacía a tracción a sangre con la ayuda y colaboración de ese animal que
acompaña al hombre desde tiempo inmemorial: el caballo.
Hoy en día
en muchas veredas de mi Chascomús, aquellos que somos observadores,
podemos notar unas argollas fijas al cordón y que servían para atar los
caballos, e incluso, hasta algún palenque que otro.
El caballo era imprescindible para todo movimiento.
Recuerdo aún, unos carros de color celeste de la municipalidad local,
tirados por unos tordillos frisones de paso cansino. Al borde del cordón
caminaba el basurero, con su pala ancha al hombro y levantaban la
basura de los cajones de madera (las bolsas eran inexistentes),
dejándolos luego nuevamente en la puerta de la casa.
Estos
tordillos, tan acostumbrados estaban a realizar su tarea que caminaban
al paso, sin que nadie los manejara de sus riendas, pero
automáticamente, se detenían cuando veían un cajón para permitir que el
basurero hiciera su trabajo. Al ratito y sin ninguna orden, continuaban
su camino.
A casa de mi abuela, bien temprano, llegaba el lechero.
Era un hombre de apellido Torrado. Con su carro de dos ruedas con un
toldo para protegerse de las inclemencias del tiempo. Ataba un caballo
tostado, muy conocedor también (hasta obligó a un dicho criollo: “Más
conocedor que caballo de lechero” o “Perdido como caballo de lechero que
le cambiaron el reparto”).
El animal sabía su reparto de memoria y
solo paraba en la casa de los clientes. Don Torrado, bajaba, era uno de
esos carros que se baja y sube por lo que se denomina “culata”, es
decir la parte de atrás y munido de su tarro y la jarra medidora dejaba
lo pedido en una lechera que mi abuela ponía en el zaguán. Terminada su
tarea, no bien pisaba el estribo trasero, las varas se levantaban por el
peso y el tostado seguía su camino sin ninguna indicación, hasta la
casa del próximo cliente.
Cerca de casa había una cochería fúnebre.
Se guardaban los carruajes para trasladar los fallecidos a su morada
final. Eran unos coches negros, relucientes, llenos de arabescos y
flores. Se les ataban unos caballos totalmente negros, frisones, sus
colas y crines largas recibían un arreglo de “peluquería” y se los veía
totalmente rizados. La cantidad de caballos atados a la carroza
principal daba idea de la “importancia” del muerto. Detrás iban unas
especies de diligencias más pequeñas, también totalmente negras donde
iban los deudos acompañando el séquito. Los velatorios, en aquellas
épocas se hacían en la propia casa y hasta allí llegaba el cortejo.
Aunque no se crea, en el caso de que el fallecido fuera un niño, la
carroza era totalmente blanca.
Lo que reemplazaban a los hoy en día
llamados taxiflet, también eran carros que se dedicaba a hacer esa
tarea y trasladar, muchas veces una mudanza entera.
Mi abuela tenía
algunas gallinas en el fondo de la casa. Cuando necesitaba maíz para
alimentarlas llamaba a la forrajería y llegaba el carro trayendo papa,
carbón y maíz.
En la costanera, llamado así al paseo bordeando la
laguna, había varios mateos, que se encargaban del paseo de turistas y
porque no, algunas familias locales. Eran unos cómodos carruajes de
cuatro ruedas, con una gran capota que se subía o bajaba según las
inclemencias del tiempo.
En la estación de ferrocarril también era
común ver, esperando la llegada de los trenes y los posibles clientes
que tuvieran que trasladar algunas pertenencias traídas por la
formación, a unos cuantos carros.
En fin, vale este recuerdo para comprender el valor que tuvo este animal cuando todo era a tracción a sangre.
En la foto, la estación ferroviaria de Chascomús en 1865, véanse los
carruajes para trasportar bultos y uno para trasportar pasajeros.
Hay veces que me pongo a pensar si uno realmente es viejo o lo que ocurre es que los adelantos de la tecnología, cada vez más rápidos, hacen que en lo que llevamos vivido hayamos alcanzado a ver cosas, que cuando se las contamos a nuestros hijos y más aún, a nuestros nietos, nos miran con una cara de asombro haciéndonos sentir como Matusalén.
Sin embargo, invito a quienes lean esto y hayan superado los 60, recuerden como eran los pueblos y la vida que en ellos se llevaba.
Pero fundamentalmente, quiero referirme en esta oportunidad a lo que se hacía a tracción a sangre con la ayuda y colaboración de ese animal que acompaña al hombre desde tiempo inmemorial: el caballo.
Hoy en día en muchas veredas de mi Chascomús, aquellos que somos observadores, podemos notar unas argollas fijas al cordón y que servían para atar los caballos, e incluso, hasta algún palenque que otro.
El caballo era imprescindible para todo movimiento.
Recuerdo aún, unos carros de color celeste de la municipalidad local, tirados por unos tordillos frisones de paso cansino. Al borde del cordón caminaba el basurero, con su pala ancha al hombro y levantaban la basura de los cajones de madera (las bolsas eran inexistentes), dejándolos luego nuevamente en la puerta de la casa.
Estos tordillos, tan acostumbrados estaban a realizar su tarea que caminaban al paso, sin que nadie los manejara de sus riendas, pero automáticamente, se detenían cuando veían un cajón para permitir que el basurero hiciera su trabajo. Al ratito y sin ninguna orden, continuaban su camino.
A casa de mi abuela, bien temprano, llegaba el lechero. Era un hombre de apellido Torrado. Con su carro de dos ruedas con un toldo para protegerse de las inclemencias del tiempo. Ataba un caballo tostado, muy conocedor también (hasta obligó a un dicho criollo: “Más conocedor que caballo de lechero” o “Perdido como caballo de lechero que le cambiaron el reparto”).
El animal sabía su reparto de memoria y solo paraba en la casa de los clientes. Don Torrado, bajaba, era uno de esos carros que se baja y sube por lo que se denomina “culata”, es decir la parte de atrás y munido de su tarro y la jarra medidora dejaba lo pedido en una lechera que mi abuela ponía en el zaguán. Terminada su tarea, no bien pisaba el estribo trasero, las varas se levantaban por el peso y el tostado seguía su camino sin ninguna indicación, hasta la casa del próximo cliente.
Cerca de casa había una cochería fúnebre. Se guardaban los carruajes para trasladar los fallecidos a su morada final. Eran unos coches negros, relucientes, llenos de arabescos y flores. Se les ataban unos caballos totalmente negros, frisones, sus colas y crines largas recibían un arreglo de “peluquería” y se los veía totalmente rizados. La cantidad de caballos atados a la carroza principal daba idea de la “importancia” del muerto. Detrás iban unas especies de diligencias más pequeñas, también totalmente negras donde iban los deudos acompañando el séquito. Los velatorios, en aquellas épocas se hacían en la propia casa y hasta allí llegaba el cortejo. Aunque no se crea, en el caso de que el fallecido fuera un niño, la carroza era totalmente blanca.
Lo que reemplazaban a los hoy en día llamados taxiflet, también eran carros que se dedicaba a hacer esa tarea y trasladar, muchas veces una mudanza entera.
Mi abuela tenía algunas gallinas en el fondo de la casa. Cuando necesitaba maíz para alimentarlas llamaba a la forrajería y llegaba el carro trayendo papa, carbón y maíz.
En la costanera, llamado así al paseo bordeando la laguna, había varios mateos, que se encargaban del paseo de turistas y porque no, algunas familias locales. Eran unos cómodos carruajes de cuatro ruedas, con una gran capota que se subía o bajaba según las inclemencias del tiempo.
En la estación de ferrocarril también era común ver, esperando la llegada de los trenes y los posibles clientes que tuvieran que trasladar algunas pertenencias traídas por la formación, a unos cuantos carros.
En fin, vale este recuerdo para comprender el valor que tuvo este animal cuando todo era a tracción a sangre.
En la foto, la estación ferroviaria de Chascomús en 1865, véanse los carruajes para trasportar bultos y uno para trasportar pasajeros.
Te mando un afectuoso saludo pensando en visitar más seguido tu blog. Abrazo desde Dolores, a una horita nomás.
ResponderBorrar(a una horita de Chascomús)
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