ANECDOTAS DE MIS AÑOS DE DOCENTE RURAL
“EL SOL Y LA LUNA DE RAMIRO”.
Yo siempre pienso que una cosa es la preparación que uno recibe para realizar cualquier actividad en la vida y otra la experiencia que uno va adquiriendo con los años.
Como en todos los casos a los docentes de mi época también nos pasaba, como creo que a los nuevos hoy en día.
Uno sale a la enseñanza con algunas “muletillas”, que con el correr de los años vamos modificando.
Para Ramiro era su primer año de
“EL SOL Y LA LUNA DE RAMIRO”.
Yo siempre pienso que una cosa es la preparación que uno recibe para realizar cualquier actividad en la vida y otra la experiencia que uno va adquiriendo con los años.
Como en todos los casos a los docentes de mi época también nos pasaba, como creo que a los nuevos hoy en día.
Uno sale a la enseñanza con algunas “muletillas”, que con el correr de los años vamos modificando.
Para Ramiro era su primer año de
escuela y le gustaba mucho dibujar. Era callado y simpático. Su gusto por el dibujo era una herramienta que yo podía usar para, fundamentalmente, atraer su atención y hacer más llevadera la enseñanza.
Un día estábamos hablando sobre nuestras familias, como estaban compuestas, cuantos hermanitos tenían, de que se ocupaban sus padres, como eran sus casas y todas esas cuestiones que hacen a la vida cotidiana. Como remate del tema, pedí a todas que en una hoja del cuaderno me dibujaran sus casas.
Ramiro, como los demás chicos, comenzó su tarea de inmediato. Al rato estaba paradito al lado del escritorio con su cuaderno en la mano, orgulloso de su tarea. Había dibujado su casa, las plantas de los alrededores, un corral y a sus padres y hermanitas parados en la puerta. Me llamaron la atención dos círculos que había ubicado en el cielo, con curiosidad le pregunté: “¿Y estos círculos, Ramiro, que son?” Muy seguro me contestó: “Este es el sol, y esta la luna”. “Pero Ramiro, le dije, si dibujaste el día, tiene que estar el sol, pero si dibujaste la noche, la luna, borrá uno de los dos”...
No muy convencido, volvió a su banco y borró uno de los círculos.
Terminó la hora y salimos al recreo. Los chicos se trenzaron en un partido de pelota, mientras yo caminaba vigilándolos. Serían las diez de la mañana de una hermosa mañana de otoño. De pronto siento que me tiraban del guardapolvo, me doy vuelta y estaba Ramiro que señalando hacia arriba, para el oeste, me pregunta: “¿ Y eso, que es?”.
En el cielo brillaba una luna llena color plata.
A eso era lo que me refería al inicio que muchas veces los docentes tenemos “muletillas” que en la realidad no son tan ciertas.
“UN GALOPITO Y VUELVO”...
Tobías había empezado también su primer año de escuela. Sus padres se habían casado de grandes y éste niño era “el de la vejez”, muy mimoso, sobreprotegido, diría yo.
Venían de un puesto a unos 3 kilómetros de la escuela, y digo venían, pues su madre lo acompañaba hasta la escuela, cada uno en su caballo. Tobías prendido de su madre no quería saber nada en “destetarse” y entrar al salón solo.
Durante la primer semana, incluso le permití a la mamá estar en el salón de clase, Tobías parecía una lechucita en el palo... cada rato giraba su cabeza para estar seguro de la presencia y cercanía de su madre.
La segunda semana, hablé con la señora explicándole yo que podía llegar a tener algún problema si venía una inspectora y encontraba una persona extraña en el salón y le pedí que se quedara afuera. Así lo hizo, Tobías buscaba cualquier excusa para levantarse, acercarse a mi escritorio y, de paso fijarse si su madre estaba aún. La tercer semana, le comenté a la señora, que le dijera a su hijo que ella lo esperaría en la casa de unos vecinos. A una cuadra de la escuela vivía un matrimonio mayor. No muy convencido Tobías aceptó y en cada recreo, lo primero que hacía era mirar para la casa vecina y ver si el caballo de su madre estaba allí.
La cuarta semana, viendo que todo funcionaba bien, la convencí a la madre que se fuera a su casa y que volviera a la hora de salida... Había que cortar por lo sano... ¡Para qué!
Cuando Tobías salió al recreo y no vio el caballo de su madre atado en la casa de los vecinos se largó a llorar a los gritos. No lo podía tener, se me abrazó al poste de la tranquera y no se lo podía hacer largar. Hice tocar la campana y que el resto de los chicos entraran a ver si lo podía convencer sin tantos testigos. Pero no había caso. De pronto, entre sollozo y sollozo me dice: “¡Che, maestro, vos sé buenito, dejame, voy a casa de un galopito, hago una “cagadita” y vuelo.”!
“EL TRANSEUNTE”
Las leyendas, fábulas y cuentos son disparadores muy importantes en la enseñanza y siempre me gustó utilizarlas.
José era grande de edad y de físico, no morrudo, pero alto. Cursaba un grado que no condecía con su edad, había repetido varias veces. En el recreo, mientras los otros chicos saltaban, jugaban o se hamacaban, él simplemente caminaba de un lado a otro por el patio, esperando la campana de entrada nuevamente al salón.
Un día estabamos hablando de lo feo que es envidiar a los demás. Les leí una fábula que había encontrado en un viejo libro titulada: “La hiedra y la estatua”. Decía, esta fábula, que en una plaza había una bella estatua. “Los transeúntes”, al pasar siempre se detenían a contemplar su belleza y luego seguían su camino. Una hiedra que crecía al pie de la escultura, envidiosa de los halagos de la gente para con la estatua, la comenzó a cubrir para tapar su belleza, llegándola a tapar por completo. Dándose cuenta, la gente, un día cortó la hiedra y la estatua volvió a mostrarles su belleza.
Terminada la lectura, hice que buscaran en el diccionario las palabras desconocidas por ellos (otra muletilla de los docentes). Por supuesto, la primera que buscaron fue “transeúntes” y el diccionario decía: Persona que camina de un lugar a otro.
La muletilla seguía con: “usar esa palabra en una oración”. Al rato, José, se levanta orgulloso por ser el primero que había terminado y me muestra su cuaderno, había escrito con letra clara: “Yo, en el recreo, trasundeo”.
En la foto, alumnos de la escuela trabajando en la huerta.
Un día estábamos hablando sobre nuestras familias, como estaban compuestas, cuantos hermanitos tenían, de que se ocupaban sus padres, como eran sus casas y todas esas cuestiones que hacen a la vida cotidiana. Como remate del tema, pedí a todas que en una hoja del cuaderno me dibujaran sus casas.
Ramiro, como los demás chicos, comenzó su tarea de inmediato. Al rato estaba paradito al lado del escritorio con su cuaderno en la mano, orgulloso de su tarea. Había dibujado su casa, las plantas de los alrededores, un corral y a sus padres y hermanitas parados en la puerta. Me llamaron la atención dos círculos que había ubicado en el cielo, con curiosidad le pregunté: “¿Y estos círculos, Ramiro, que son?” Muy seguro me contestó: “Este es el sol, y esta la luna”. “Pero Ramiro, le dije, si dibujaste el día, tiene que estar el sol, pero si dibujaste la noche, la luna, borrá uno de los dos”...
No muy convencido, volvió a su banco y borró uno de los círculos.
Terminó la hora y salimos al recreo. Los chicos se trenzaron en un partido de pelota, mientras yo caminaba vigilándolos. Serían las diez de la mañana de una hermosa mañana de otoño. De pronto siento que me tiraban del guardapolvo, me doy vuelta y estaba Ramiro que señalando hacia arriba, para el oeste, me pregunta: “¿ Y eso, que es?”.
En el cielo brillaba una luna llena color plata.
A eso era lo que me refería al inicio que muchas veces los docentes tenemos “muletillas” que en la realidad no son tan ciertas.
“UN GALOPITO Y VUELVO”...
Tobías había empezado también su primer año de escuela. Sus padres se habían casado de grandes y éste niño era “el de la vejez”, muy mimoso, sobreprotegido, diría yo.
Venían de un puesto a unos 3 kilómetros de la escuela, y digo venían, pues su madre lo acompañaba hasta la escuela, cada uno en su caballo. Tobías prendido de su madre no quería saber nada en “destetarse” y entrar al salón solo.
Durante la primer semana, incluso le permití a la mamá estar en el salón de clase, Tobías parecía una lechucita en el palo... cada rato giraba su cabeza para estar seguro de la presencia y cercanía de su madre.
La segunda semana, hablé con la señora explicándole yo que podía llegar a tener algún problema si venía una inspectora y encontraba una persona extraña en el salón y le pedí que se quedara afuera. Así lo hizo, Tobías buscaba cualquier excusa para levantarse, acercarse a mi escritorio y, de paso fijarse si su madre estaba aún. La tercer semana, le comenté a la señora, que le dijera a su hijo que ella lo esperaría en la casa de unos vecinos. A una cuadra de la escuela vivía un matrimonio mayor. No muy convencido Tobías aceptó y en cada recreo, lo primero que hacía era mirar para la casa vecina y ver si el caballo de su madre estaba allí.
La cuarta semana, viendo que todo funcionaba bien, la convencí a la madre que se fuera a su casa y que volviera a la hora de salida... Había que cortar por lo sano... ¡Para qué!
Cuando Tobías salió al recreo y no vio el caballo de su madre atado en la casa de los vecinos se largó a llorar a los gritos. No lo podía tener, se me abrazó al poste de la tranquera y no se lo podía hacer largar. Hice tocar la campana y que el resto de los chicos entraran a ver si lo podía convencer sin tantos testigos. Pero no había caso. De pronto, entre sollozo y sollozo me dice: “¡Che, maestro, vos sé buenito, dejame, voy a casa de un galopito, hago una “cagadita” y vuelo.”!
“EL TRANSEUNTE”
Las leyendas, fábulas y cuentos son disparadores muy importantes en la enseñanza y siempre me gustó utilizarlas.
José era grande de edad y de físico, no morrudo, pero alto. Cursaba un grado que no condecía con su edad, había repetido varias veces. En el recreo, mientras los otros chicos saltaban, jugaban o se hamacaban, él simplemente caminaba de un lado a otro por el patio, esperando la campana de entrada nuevamente al salón.
Un día estabamos hablando de lo feo que es envidiar a los demás. Les leí una fábula que había encontrado en un viejo libro titulada: “La hiedra y la estatua”. Decía, esta fábula, que en una plaza había una bella estatua. “Los transeúntes”, al pasar siempre se detenían a contemplar su belleza y luego seguían su camino. Una hiedra que crecía al pie de la escultura, envidiosa de los halagos de la gente para con la estatua, la comenzó a cubrir para tapar su belleza, llegándola a tapar por completo. Dándose cuenta, la gente, un día cortó la hiedra y la estatua volvió a mostrarles su belleza.
Terminada la lectura, hice que buscaran en el diccionario las palabras desconocidas por ellos (otra muletilla de los docentes). Por supuesto, la primera que buscaron fue “transeúntes” y el diccionario decía: Persona que camina de un lugar a otro.
La muletilla seguía con: “usar esa palabra en una oración”. Al rato, José, se levanta orgulloso por ser el primero que había terminado y me muestra su cuaderno, había escrito con letra clara: “Yo, en el recreo, trasundeo”.
En la foto, alumnos de la escuela trabajando en la huerta.
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