EL CAMPO A LA HORA DE LA SIESTA.
La hora de la siesta es un rito, más diría, una necesidad y una obligación en los mediodías camperos desde la mitad de primavera hasta mitad del otoño.
Temprano se comienza y el cansancio y el calor ya se hacen sentir a partir de las once de la mañana, tanto a los seres humanos como en los animales.
El pasto, amarillento por los terribles calores se inclinan como buscando refugio en la tierra.
En las zonas más áridas, el viento realiza maniobras y levanta polvaredas de tierra en formas espiraladas.
El sol cae a plomo en ese horario y en los caminos de tierra a lo lejos la visión de los espejismos semejando grandes lagos de un color celeste son normales y habituales.
Incluso el horizonte no se ve igual, ha cambiado su forma recta por grandes ondas.
En las casas también hace calor, pero allí bajo una densa ramada se siente menos.
La cocinera, con la ayuda de una gran palangana enlozada que a perdido algo de su revestimiento y muestra los moretones que así lo dicen, llena de agua ha refrescado algo el patio. La comida del mediodía está en marcha.
A las once dará la voz de “rancho” golpeando con fuerza con un caño, un triángulo de hierro que puede ser también una campana o hasta un trozo de riel colgado de un fuerte gajo de un eucalipto cercano a sus dominios.
Esto alertará a los peones dispersos por el campo que falta una hora para saciar su sed y hambre y desde los distintos puntos en que les ha tocado la tarea diaria comienzan a levantar sus cosas para arrimarse.
Los perros que han quedado en la casa, generalmente los más viejos y los cachorros, con un jadeo característico y sus lenguas afuera buscan refugio debajo de los carretones, se echan y ante cualquier ruido extraño, apenas abren sus ojos como para adivinar porque fue provocado.
Al rato comienzan a caer los peones, resoplidos, algún comentario sobre la temperatura son moneda corriente mientras desensillan. Los caballos sudados, no dejan de mosquear alejando tábanos y mosquitos que lo molestan permanentemente y sus colas se mueven en forma de latigazos a ambos lados. Muchas veces me pregunto de donde ha salido la costumbre que existe en muchas zonas de nuestro país de cortar la cola de los yeguarizos al marlo.
Los caballos son llevados a la bomba o molino cercano y con una lata de duraznos destapada a cuchillo son bañados para mermar de alguna manera el calor, se les permite tomar agua, a traguitos y despacio, luego solamente embozalados son llevados a la sombra mientras los recados son dejados a su lado.
Los más cuidadosos les colocan un morral con algo de maíz, como para que se sientan reconfortados y de alguna manera agradecer su colaboración.
Luego, entre risas, toses, y charlas se dirigen a la bomba para higienizarse.
Los lugares más frescos son los elegidos para sentarse en algún tronco o hasta en sus propios talones y yerbear un rato esperando el almuerzo. Soy franco, cuando chico era mi deseo ser como ellos, y de ellos copiaba actitudes y posiciones, pero pese a mi corta edad, en esa posición de sentarme sobre los talones no duraba mucho, sino me acalambraba, me iba torciendo hacia un lado y caía al rato con toda mi humanidad en tierra.
Nuevamente se escuchan las campanadas, falta media hora para el almuerzo.
El calor agobia, se escuchan a las palomas arrullar en lo alto de los árboles y de vez en cuando el canto de las cigarras así lo corrobora.
Las gallinas escarban en la tierra con sus picos abiertos.
Una tercera llamada hace que los peones en tropel se acerquen a la cocina a saciar su patito.
Y luego sí, viene un silencio casi total cuando todos se van a sus catres a “gastar” un sueñito. Solamente se oirá el ruido de la cocinera limpiando los trastos utilizados.
A eso de las cuatro comenzará la actividad nuevamente.
UN RECUERDO DE UNA SIESTA
Recuerdo que en una estadía de verano en la estancia y debido a una travesura, para mis hermanos y para mí se nos habían terminado las horas de la siesta levantados y no bien almorzábamos debíamos recostarnos hasta que el sol no estuviera tan fuerte. Cosa que prácticamente hacía todo el mundo en la estancia en el verano.
Pero a mí me sonaba como un durísimo castigo, además, ¡qué desperdicio de tiempo cuando en la estancia y en su monte lindero había tanto para ver y para investigar!
Uno de esos días en que debíamos ir a acostarnos “sin ganas”, se me ocurrió una solución, me recostaría y una vez que notara el silencio que se hacía a la siesta, me levantaba y listo.
Y así lo hice, callado, sin un solo ruido, me levanté y me encontré de pronto con un mundo vacío de gente para mí solo.
Hacía calor y las torcazas lanzaban sus característicos arrullos desde lo alto de los árboles. De los ejemplares del monte se destacaba un eucalipto que, enorme, estiraba unas ramas bajas a la manera de brazos buscando el sol que le tapaban algunos otros árboles que lo rodeaban. Estaba en pleno trabajo investigativo de unos nidos de cotorra que en ese árbol había, cuando escucho la voz de mi madre que me llamaba: -¡Carlitos! ¡Carlitos!
Lo que nunca pasaba, había ocurrido. Mi madre había ido a nuestra pieza, notó mi ausencia y ahora me buscaba.
Por mi cabeza pasó en un segundo cual sería el desenlace de esta aventura y en mi temor a esto, embarré aún más la cosa.
Bajé del árbol y me escondí en un escusado abandonado que había a unos pasos de allí. Era de pared de mampostería y por los años que tenía de construido mostraba sus ladrillos donde el revoque no había resistido el paso y las inclemencias del tiempo. Mediría metro y medio de ancho por metro y medio de largo, con su techo de chapa de un solo agua, su puerta de madera agarrada en una sola bisagra de las tres que tenía y esas ventanitas triangulares características en este tipo de construcción. Desde allí podía ver el panorama.
Veía a mi madre hablar con mi padre, los peones que se habían levantado antes de su siesta, vi que algunos ensillaban sus caballos y salían al campo. Veía a Roberto Valenzuela, el peón domador de la estancia, un verdadero atleta del que algún día les contaré, con un lazo en la mano y yo me imaginaba lo que iba a hacer. Alrededor del casco había varios pozos ciegos abandonados y este gaucho era experto en bajar a ellos suspendiéndose con el lazo.
¡El asunto se ponía fiero!
Luego me enteré que el mayor temor de mis padres era relacionar mi falta con un hecho ocurrido hacía dos días. En la cocina de peones, por motivos triviales, se armó una discusión entre dos de ellos y Ramón Ríos, un correntino de muy mal talante, sacando su cuchillo invitó al otro a pelear, momento en el que llegó mi padre, despidiéndolo. ¡Y mi desaparición sonaba a venganza!
Yo desde mi escondite veía todos estos movimientos y no sabía qué hacer. La cosa se ponía peliaguda, como dicen en el campo.
Habría pasado una hora y media, que a mí me parecieron años, cuando escuche algo que me desarmó. Era mi madre llorando que decía: ¡Carlitos! ¡Dónde estará Carlitos!
Y este llanto sacudió todas las fibras de mi ser. Salí de mi escondite diciendo: -No llores mami, aquí estoy.
-Así que ahí estás- escuche vociferar a mi padre mientras se sacaba una de las alpargatas, que en chancleta se había calzado en el apuro, me agarraba por detrás, de la faja, y me ponía en sus rodillas sacándose de encima todo el nerviosismo y el mal trago que les había hecho pasar.
Desde ese día di por terminadas mis exploraciones a la hora de la siesta y era el primero en irme a dormir, pero lo que más me dolía era aguantar las cargadas de los paisanos, que cuando pasaba al lado de ellos decían burlonamente: -Bueno, aquí llega Rueda y Luna- haciendo mención a las dos marcas de alpargatas que se fabricaban y vendían en esta época, pues me cargaban que mi padre, en la paliza, me las había dejado estampadas en los glúteos.
Hoy, que soy padre y abuelo, recuerdo esta anécdota con una sonrisa y vale una aclaración, no me trajo ningún trauma infantil ni jamás tuve que consultar a un sicólogo.
La hora de la siesta es un rito, más diría, una necesidad y una obligación en los mediodías camperos desde la mitad de primavera hasta mitad del otoño.
Temprano se comienza y el cansancio y el calor ya se hacen sentir a partir de las once de la mañana, tanto a los seres humanos como en los animales.
El pasto, amarillento por los terribles calores se inclinan como buscando refugio en la tierra.
En las zonas más áridas, el viento realiza maniobras y levanta polvaredas de tierra en formas espiraladas.
El sol cae a plomo en ese horario y en los caminos de tierra a lo lejos la visión de los espejismos semejando grandes lagos de un color celeste son normales y habituales.
Incluso el horizonte no se ve igual, ha cambiado su forma recta por grandes ondas.
En las casas también hace calor, pero allí bajo una densa ramada se siente menos.
La cocinera, con la ayuda de una gran palangana enlozada que a perdido algo de su revestimiento y muestra los moretones que así lo dicen, llena de agua ha refrescado algo el patio. La comida del mediodía está en marcha.
A las once dará la voz de “rancho” golpeando con fuerza con un caño, un triángulo de hierro que puede ser también una campana o hasta un trozo de riel colgado de un fuerte gajo de un eucalipto cercano a sus dominios.
Esto alertará a los peones dispersos por el campo que falta una hora para saciar su sed y hambre y desde los distintos puntos en que les ha tocado la tarea diaria comienzan a levantar sus cosas para arrimarse.
Los perros que han quedado en la casa, generalmente los más viejos y los cachorros, con un jadeo característico y sus lenguas afuera buscan refugio debajo de los carretones, se echan y ante cualquier ruido extraño, apenas abren sus ojos como para adivinar porque fue provocado.
Al rato comienzan a caer los peones, resoplidos, algún comentario sobre la temperatura son moneda corriente mientras desensillan. Los caballos sudados, no dejan de mosquear alejando tábanos y mosquitos que lo molestan permanentemente y sus colas se mueven en forma de latigazos a ambos lados. Muchas veces me pregunto de donde ha salido la costumbre que existe en muchas zonas de nuestro país de cortar la cola de los yeguarizos al marlo.
Los caballos son llevados a la bomba o molino cercano y con una lata de duraznos destapada a cuchillo son bañados para mermar de alguna manera el calor, se les permite tomar agua, a traguitos y despacio, luego solamente embozalados son llevados a la sombra mientras los recados son dejados a su lado.
Los más cuidadosos les colocan un morral con algo de maíz, como para que se sientan reconfortados y de alguna manera agradecer su colaboración.
Luego, entre risas, toses, y charlas se dirigen a la bomba para higienizarse.
Los lugares más frescos son los elegidos para sentarse en algún tronco o hasta en sus propios talones y yerbear un rato esperando el almuerzo. Soy franco, cuando chico era mi deseo ser como ellos, y de ellos copiaba actitudes y posiciones, pero pese a mi corta edad, en esa posición de sentarme sobre los talones no duraba mucho, sino me acalambraba, me iba torciendo hacia un lado y caía al rato con toda mi humanidad en tierra.
Nuevamente se escuchan las campanadas, falta media hora para el almuerzo.
El calor agobia, se escuchan a las palomas arrullar en lo alto de los árboles y de vez en cuando el canto de las cigarras así lo corrobora.
Las gallinas escarban en la tierra con sus picos abiertos.
Una tercera llamada hace que los peones en tropel se acerquen a la cocina a saciar su patito.
Y luego sí, viene un silencio casi total cuando todos se van a sus catres a “gastar” un sueñito. Solamente se oirá el ruido de la cocinera limpiando los trastos utilizados.
A eso de las cuatro comenzará la actividad nuevamente.
UN RECUERDO DE UNA SIESTA
Recuerdo que en una estadía de verano en la estancia y debido a una travesura, para mis hermanos y para mí se nos habían terminado las horas de la siesta levantados y no bien almorzábamos debíamos recostarnos hasta que el sol no estuviera tan fuerte. Cosa que prácticamente hacía todo el mundo en la estancia en el verano.
Pero a mí me sonaba como un durísimo castigo, además, ¡qué desperdicio de tiempo cuando en la estancia y en su monte lindero había tanto para ver y para investigar!
Uno de esos días en que debíamos ir a acostarnos “sin ganas”, se me ocurrió una solución, me recostaría y una vez que notara el silencio que se hacía a la siesta, me levantaba y listo.
Y así lo hice, callado, sin un solo ruido, me levanté y me encontré de pronto con un mundo vacío de gente para mí solo.
Hacía calor y las torcazas lanzaban sus característicos arrullos desde lo alto de los árboles. De los ejemplares del monte se destacaba un eucalipto que, enorme, estiraba unas ramas bajas a la manera de brazos buscando el sol que le tapaban algunos otros árboles que lo rodeaban. Estaba en pleno trabajo investigativo de unos nidos de cotorra que en ese árbol había, cuando escucho la voz de mi madre que me llamaba: -¡Carlitos! ¡Carlitos!
Lo que nunca pasaba, había ocurrido. Mi madre había ido a nuestra pieza, notó mi ausencia y ahora me buscaba.
Por mi cabeza pasó en un segundo cual sería el desenlace de esta aventura y en mi temor a esto, embarré aún más la cosa.
Bajé del árbol y me escondí en un escusado abandonado que había a unos pasos de allí. Era de pared de mampostería y por los años que tenía de construido mostraba sus ladrillos donde el revoque no había resistido el paso y las inclemencias del tiempo. Mediría metro y medio de ancho por metro y medio de largo, con su techo de chapa de un solo agua, su puerta de madera agarrada en una sola bisagra de las tres que tenía y esas ventanitas triangulares características en este tipo de construcción. Desde allí podía ver el panorama.
Veía a mi madre hablar con mi padre, los peones que se habían levantado antes de su siesta, vi que algunos ensillaban sus caballos y salían al campo. Veía a Roberto Valenzuela, el peón domador de la estancia, un verdadero atleta del que algún día les contaré, con un lazo en la mano y yo me imaginaba lo que iba a hacer. Alrededor del casco había varios pozos ciegos abandonados y este gaucho era experto en bajar a ellos suspendiéndose con el lazo.
¡El asunto se ponía fiero!
Luego me enteré que el mayor temor de mis padres era relacionar mi falta con un hecho ocurrido hacía dos días. En la cocina de peones, por motivos triviales, se armó una discusión entre dos de ellos y Ramón Ríos, un correntino de muy mal talante, sacando su cuchillo invitó al otro a pelear, momento en el que llegó mi padre, despidiéndolo. ¡Y mi desaparición sonaba a venganza!
Yo desde mi escondite veía todos estos movimientos y no sabía qué hacer. La cosa se ponía peliaguda, como dicen en el campo.
Habría pasado una hora y media, que a mí me parecieron años, cuando escuche algo que me desarmó. Era mi madre llorando que decía: ¡Carlitos! ¡Dónde estará Carlitos!
Y este llanto sacudió todas las fibras de mi ser. Salí de mi escondite diciendo: -No llores mami, aquí estoy.
-Así que ahí estás- escuche vociferar a mi padre mientras se sacaba una de las alpargatas, que en chancleta se había calzado en el apuro, me agarraba por detrás, de la faja, y me ponía en sus rodillas sacándose de encima todo el nerviosismo y el mal trago que les había hecho pasar.
Desde ese día di por terminadas mis exploraciones a la hora de la siesta y era el primero en irme a dormir, pero lo que más me dolía era aguantar las cargadas de los paisanos, que cuando pasaba al lado de ellos decían burlonamente: -Bueno, aquí llega Rueda y Luna- haciendo mención a las dos marcas de alpargatas que se fabricaban y vendían en esta época, pues me cargaban que mi padre, en la paliza, me las había dejado estampadas en los glúteos.
Hoy, que soy padre y abuelo, recuerdo esta anécdota con una sonrisa y vale una aclaración, no me trajo ningún trauma infantil ni jamás tuve que consultar a un sicólogo.
hermosa historia. leyendo esto casi a las cuatro de la tarde, en la tranquilidad del pago, iniciando el enero... ya casi me estoy durmiendo!
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