martes, 25 de septiembre de 2012

Atahualpa Yupanqui

Caminábamos por el centro de Buenos Aires. Todavía había algunos locales de remate de pequeños objetos usados, que mi padre gustaba visitar: radios, gramófonos, máquinas de escribir, nada que tuviera gran valor. En ellos siempre encontraba una “joyita” para adquirir, que, fatalmente terminaba, al poco tiempo en el rinc
ón del desuso.
Así íbamos, con pequeños comentarios acerca del movimiento de gentes y negocios, alternando con silencios largos. De pronto suelta: “hoy 24 de Septiembre, día de la Virgen de las Mercedes,…la batalla de Tucumán….”. 
Mi padre, nunca olvidó el 24 de Septiembre. En la primera oportunidad que le daba la conversación, introdujo su bocadillo y
quedó en silencio, pensativo. Acompañé ese silencio con el mío. No me atreví a romperlo con ninguna pregunta. Nada salió de mí. Sólo la expectativa por cómo se resolvía ese instante; cómo saldría mi padre de ese pozo de misterio, al que imagino poblado de imágenes tan crueles como heroicas, de hombres muriendo y matando por creencias o convicciones. ¿Se habrá grabado, en el paisaje de un valle de Las Carretas conmovido, el revuelo polvoriento de caballos y gritos, de ponchos, lanzas y facones aquél día?. 
Por allí un siglo y medio después, lo atravesó mi padre, de a caballo.
Conociéndolo, lo hizo al tranco, lentamente. ¿Habrá pasado la noche allí esperando el alba? ¿Habrán permanecido los ecos de aquella gesta? ¿Alcanzó a escucharlos, por el modo en que se ensimismaba cada 24 de Septiembre?
Hoy, a la sombra de los años pasados, siento que eran esos los viajes que el nombre elegido le señalaba: “el hijo que viene de lejos a narrar”.
Era su modo, también de aproximarme, no las cronologías de la historia, sino al misterio de la existencia que se debate permanentemente entre la verdad y la mentira. El dilema de la vida que me enseñó. Aquello que da sentido y significado a la existencia de cada uno.
Esa era su forma de enseñar lo importante. 
Señalar la hoja que lleva el viento, para que uno vaya en búsqueda del árbol.
Procuraba salir de ese viaje interior, con paciencia por mi presencia, en la seguridad de que me resultaría imposible comprender su travesía de segundos antes. 
En qué lugar de la existencia desembarcaba de ese viaje, en qué momento del universo se detenía, imposible saberlo. 
Seguir caminando, ir a un quiosco a comprar un bloquecito de chocolate amargo y convidarme, era el gesto que nos permitía retomar nuestro andar por la vida cotidiana.
Había un libro de poemas, en casa, del entrerriano Gustavo García Yaraví. En él, un soneto (no lo recuerdo completo), dedicado a don Manuel, del que me resultaron inolvidables dos líneas: 
“General de la pena y el desvelo
Eternamente limpio y silencioso”.

Roberto Chavero

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